¡Que vergüenza! Comprar a una mujer. Tarde o temprano alguien lo sabrá

Juan Carlos Volnovich en su libro “Hombre que va de Putas”, nos dice que al estudiar a la demanda de la prostitución, sus referentes son esos seres anónimos, comunes, invisibles. Porque, si algo tienen en común los hombres que consumen prostitución, es justamente eso: son invisibles.

Ya que el cliente, el más guardado y protegido, el más invisibilizado de esta historia, es el protagonista principal y el mayor prostituyente. La explotación de mujeres, de niños y niñas se hace posible sólo gracias al cliente, aunque su participación en este asunto aparezca como secundaria.

¿Cuáles son las condiciones sociales y las motivaciones que empujan a los hombres a incorporarse al universo de la demanda? ¿Por qué millones de hombres eligen comprar (¿alquilar?) los cuerpos de mujeres, llamar sexo a esa operación y, aparentemente, disfrutar con ello? Más aún: ¿por qué se ha extendido tanto el consumo del sexo de pago en épocas como la que nos ha tocado vivir, cuando la liberación femenina alienta una sexualidad a la carta “gratuita”?

Los clientes son tipos como cualquier otro: abogados, policías, arquitectos, psicoanalistas, gente de trabajo, políticos y desocupados. Señores de cuatro por cuatro y muchachos de bicicleta. Son púberes de trece años, adolescentes, jóvenes, viejos y ancianos. Casados y solteros. Son diputados y electricistas; curas y sindicalistas. Son capacitados y discapacitados. Son tipos sanos y enfermos. En definitiva, todo varón homo o heterosexual, en cuanto ha dejado de ser niño, es un potencial cliente. Así, no sería exagerado afirmar que la sola condición de varón ya nos instala en una población en la que hay grandes posibilidades de convertirse en consumidor.

La mayoría de los varones que consumen prostitución no pertenecen a edades avanzadas, ni son jóvenes acuciados por la erupción hormonal típica de su edad, sino que tienen entre 35 y 50 años y son casados o viven en pareja. De entre ellos, el 55% tienen uno o más hijos.

Las justificaciones más comunes:

• La abstinencia sexual y la soledad afectiva. La mayoría de los clientes habituales y ocasionales explican su debilidad por el sexo de paga en función de su timidez, del temor a las mujeres o por otras inhibiciones, como la falta de confianza en sí mismos, la baja autoestima, heridas provenientes de desengaños amorosos, se usan como la razón que los empuja a los contactos fáciles que la prostitución ofrece.

• La desconfianza, el temor y el odio que les inspiran las mujeres. En este grupo se encuentran los varones que fundan su misoginia en experiencias conyugales desastrosas, divorcios controvertidos que vinieron a confirmar lo que siempre sospecharon: que las mujeres son –todas ellas– interesadas, despiadadas, egoístas, complicadas e intrigantes.
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• Consumidores de mercancías, esos varones que son empujados a la prostitución, según dicen, porque sus mujeres los someten a una vida sexual insatisfactoria. Para ellos, un abismo separa a la compañera afectuosa y cariñosa, que han elegido como novia o madre de sus hijos, del personal mercenario que contratan para satisfacer sus necesidades.

• Los que explican el consumo de prostitución por cumplir el imperativo de una sexualidad que evite cualquier tipo de responsabilidad que pueda provocar un vínculo estable con el “sexo opuesto”. Pagan para ahorrarse los problemas que toda relación afectiva supone y pagan para confirmar que sus parejas no desean otra cosa más que su dinero.

• Los adictos al sexo: esos varones impulsivos y compulsivos que no pueden renunciar a este tipo de encuentros fáciles e inmediatos; relaciones que no reclaman rituales de seducción y conquista y para quienes el sexo está ubicado en el lugar que la droga tiene para los adictos.

El 75% de los clientes se declaran insatisfechos en las relaciones con las mujeres en situación de prostitución. Un 59% se lamenta por padecer algún tipo de disfunción sexual que incluye la eyaculación precoz, la impotencia o la dificultad para eyacular. La mayoría se queja de experiencias que los dejan defraudados, inconformes y decepcionados; otros prefieren aceptar que se sienten ridículos y patéticos por tener que recurrir a la prostitución.

Contradicción e insatisfacción de los clientes que, aun así, no alcanza para modificar o disminuir la demanda de la prostitución. Porque de lo que aquí se trata es de la compulsión a controlar y expropiar a las mujeres de su deseo. De lo que aquí se trata es de que en ese encuentro pautado por horario, lugar y precio –vivido siempre como pretexto para el despliegue de una escena totalmente ritualizada, simulacro de un encuentro sexual, parodia de una relación pasional–, todo está puesto al servicio de la dominación, la denigración femenina y, dicho sea de paso, de la humillación masculina en aras del refuerzo de la virilidad convencional.

La “prostitución” lleva al límite los valores impuestos por la sociedad de consumo y se hace evidente la condición de mercancía de los cuerpos. Cuerpos cuyo aprovechamiento y goce tiene un costo y un rendimiento que se juega en el intento fallido por reforzar la presencia del poder del dinero y por restituir (si es que alguna vez lo han perdido) el poder de los hombres sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres y las niñas.

Antes afirmé que los clientes, los más guardados de esta historia, eran los principales prostituyentes. Son, también, los que deciden la incorporación creciente de productos exóticos (asiáticas, latinas o negras destinadas a los blanquitos del Norte) y de la cada vez más reducida edad de la “mercadería” que consumen. Entonces, al poner el foco en las mafias, al penalizar a los proxenetas y a las prostitutas, se elude a los clientes y, de esta manera, la sociedad en su conjunto se encarga de aliviar la responsabilidad que cae sobre aquellos que inician, sostienen y refuerzan esta práctica.

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